Ecología política de las áreas protegidas: el peligro de la LUC y la línea ambiental del nuevo gobierno

Si hay un tema que se puede considerar urgente de atender en Uruguay, es el de las áreas protegidas. Éstas son espacios dedicados a la conservación de la biodiversidad con el objetivo oficial de «conciliar el cuidado del ambiente -en particular de la diversidad de paisajes, ecosistemas, especies y elementos culturales- con el desarrollo económico y social del país, apostando a generar oportunidades para las comunidades locales y la sociedad en su conjunto a través de la recreación, el turismo, la educación, la investigación y el desarrollo de actividades productivas compatibles con la conservación.» Irónicamente, en la Ley de Urgente Consideración (LUC) se incluyen dos artículos que implican un retroceso en la capacidad del Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SNAP) del país para cumplir con sus objetivos. Sin embargo, el tema ha tomado visibilidad pública y está siendo debatido por el sistema político y por grupos de la sociedad civil, situación que no se había dado en el pasado.

Escriben Matías Prieto y Diego Estin

Las áreas protegidas en Uruguay

Lo marginado que ha estado el asunto de la protección de la biodiversidad del debate público y la poca atención que se le ha prestado desde el sistema político queda patente tanto en la historia del establecimiento de un marco jurídico para implementar el SNAP como en los niveles de superficie terrestre y marítima bajo protección con los que cuenta el país. Mientras a nivel internacional la recomendación es la de conservar un 20% del territorio bajo sistemas de protección, Uruguay solo cuenta con el 1% de su superficie bajo el Sistema de Áreas Protegidas (habiéndose comprometido a llegar al 17% para 2020). Si comparamos éste número con los países de la región, el promedio en América Latina es del 10% de superficie protegida, encontrándose Uruguay en el último lugar de Latinoamérica y entre los 30 países con mayor retraso al respecto a nivel mundial.

Los orígenes de la legislación de nuestro país acerca de este tema se pueden encontrar en la Convención sobre Diversidad Biológica llevada a cabo en Río de Janeiro en el año 1992. En este acuerdo, Uruguay se compromete de forma legalmente vinculante a “establecer un sistema de áreas protegidas o áreas donde haya que tomar medidas especiales para conservar la diversidad biológica” como sostiene el artículo 8 de dicho convenio.

Así en 1993 ingresa al Parlamento un proyecto de ley para la creación de un Sistema Nacional de Áreas Protegidas. Sin embargo este proyecto quedaría encajonado durante casi 7 años, siendo aprobado por las Cámaras recién en el año 2000, con un cambio de legislatura incluido en el ínterin. La demora para tratar el asunto no se dio solamente a nivel parlamentario sino que luego de promulgada la ley por el Poder Legislativo en el 2000, la misma fue reglamentada por el Ejecutivo recién en febrero del año 2005, al filo de un nuevo cambio de gobierno. Por ende transcurrió un período de 12 años entre la presentación del proyecto original y su reglamentación final. Esta ley del año 2000, la Nº 17.234 declara de interés general la creación y gestión de un sistema nacional de áreas naturales protegidas como instrumento de aplicación de las políticas y planes nacionales de protección ambiental. Es importante tener en cuenta que bajo esta legislación, para incorporar un predio al SNAP era necesario el consentimiento expreso del propietario. Durante este período ningún área protegida fue incorporada al sistema.

En el año 2005, en el marco de la ley de presupuesto del primer gobierno del Frente Amplio, se introducen modificaciones a lo dispuesto por la ley 17.234, permitiendo el ingreso de un predio al SNAP aún cuando no hubiese consentimiento por parte del propietario del predio. El propietario no pierde ni su propiedad ni la capacidad de hacer explotación agropecuaria del predio, siempre y cuando esté acorde con los objetivos del área protegida. Bajo éste nuevo régimen se incorporaron 17 nuevas áreas al SNAP.

Estos cambios implicaron un avance con respecto al régimen de los años anteriores, pero aún siguieron siendo muy insuficientes teniendo en cuenta la escasa superficie territorial que se pudo incorporar al SNAP y los habituales desacuerdos que se dieron como consecuencia de la falta de comunicación entre las autoridades nacionales, las departamentales y los actores locales.

Ecología es economía

Las áreas protegidas son importantes tanto por motivos ambientales como económicos (es decir, por motivos genuinamente ecológicos). Conservar la biodiversidad tiene una dimensión ética clara, al reconocer más o menos explícitamente algún grado de derechos a otras especies. Es decir, reconocemos que sus vidas y sus hogares tienen valor en sí. La principal amenaza para la biodiversidad es la pérdida del hábitat producto de la expansión de actividades humanas como la agricultura industrial o la forestación, por lo que hay un claro sentido conservacionista en designar ciertas partes del territorio como áreas que deben ser protegidas de formas destructivas de explotación de los bienes naturales. Pero eso mismo nos revela el sentido económico, más pragmático y se quiere más «egoísta» que sustenta de la idea de las áreas protegidas.

La economía humana sólo puede existir gracias a una economía de la naturaleza que es su base. La naturaleza provee una serie de bienes y servicios ecosistémicos que hacen posibles nuestras actividades económicas. Por ejemplo, la agricultura necesita de cierta tecnología tanto como de la luz del sol, el agua dulce, los nutrientes del suelo o animales polinizadores. Esos bienes y servicios naturales no son tenidos en cuenta por la ciencia económica dominante, que los da por supuestos sin integrarlos a los cálculos contables. ¿Qué pasaría si alguno faltara? Aunque técnicamente podría ser reemplazado por alguna solución humana (de hecho, en China han tenido que polinizar frutales a mano a raíz de la desaparición de las abejas debido al uso de agrotóxicos), ésta sería probablemente tan costosa que su aplicación a gran escala sería inviable. Hace tiempo que sabemos que el valor de esa economía de la naturaleza es casi literalmente incalculable, como lo demostró el economista ecológico Robert Costanza al concluir que equivale a por lo menos el doble del PBI mundial. De tan gigantesca, la cifra es absurda (como peligrosa es la idea de poner un precio a la naturaleza), y esto revela su verdadero valor: lisa y llanamente, el de nuestra propia vida y la de las demás especies.

Hoy en día vivimos en un sistema económico que funciona contra la naturaleza. Para seguir con el mismo ejemplo, la agricultura industrial funciona básicamente seleccionando un territorio y lanzando una guerra de pesticidas, herbicidas y plaguicidas contra los animales, las plantas y los microorganismos del suelo que viven allí, hasta su exterminio o huida. Es entonces en esa tierra arrasada, en esa tierra muerta, que se planta el cultivo elegido (a menudo una especie exótica) y se lo mantiene vivo con constantes aportes de fertilizantes sintéticos una vez que los nutrientes naturales del suelo han sido vaciados por la sobreexplotación.1Es cierto que esto reporta algunos beneficios en el corto plazo, como una elevada productividad y un abaratamiento de los costos y del producto, pero esto es posible sólo porque hay un montón de costos «ocultos» que no están pagando ni el productor ni el consumidor. Son las famosas externalidades, que pueden ser tanto ambientales como sociales, como explica John Michael Greer:

«Imaginemos una fábrica de blivets, que produce blivets [en forma industrial]. El proceso de fabricación de los blivets, como la manufactura de cualquier otro tipo, produce residuos tanto como blivets, y vamos a asumir por el bien de nuestro ejemplo que los residuos de blivets son moderadamente tóxicos y causan problemas de salud en las personas que los ingieren. La fábrica de blivets produce un barril de residuos de blivets por cada cargamento de blivets que envíe. La opción más barata para encargarse de los residuos, y por lo tanto la opción de que los economistas prefieren, es volcarlos en el río que corre cerca de la fábrica.

Tenga en cuenta lo que ocurre como resultado de esta elección. El fabricante de blivets ha maximizado su propio beneficio del proceso de fabricación, evitando el gasto de encontrar alguna otra manera de lidiar con todos esos barriles de residuos de blivets. Sus clientes también se benefician, porque los blivets cuestan menos de lo que serían si el costo de la eliminación de residuos se incorporara en el precio de venta. Por otro lado, los costos de encargarse de los residuos de blivets no se evaporan; se le imponen a las personas aguas abajo que obtienen su agua potable del río o de los acuíferos que reciben agua del río, y que sufren de problemas de salud porque hay residuos de blivets en su agua. El fabricante de blivets está externalizando el costo de la eliminación de residuos; sus mayores ganancias son a costa de un aumento en los costos de atención de salud de todas las personas aguas abajo.»

El actual sistema económico trata a los ecosistemas como fuentes inagotables de recursos o como un basurero infinito, y apenas estamos empezando a pagar las consecuencias de esta forma de organización social. Por eso, por nuestro bien y el de las demás especies, debemos pasar a una economía que funcione no contra sino con la naturaleza. La ecología en tanto ciencia ha provisto la clave para el desarrollo de formas de producción como la permacultura, el pastoreo racional o la agroecología que utilizan en su favor los ciclos y la dinámica de la economía de la naturaleza. Precisamente, la idea que anima a las áreas protegidas no es sólo la conservación de la biodiversidad, sino la posibilidad de desarrollar actividades económicas en armonía con la dinámica natural de cada ecosistema. Por eso mismo las áreas protegidas pueden servir como ejemplo y base para la regeneración de nuestros ecosistemas y el cambio de nuestro sistema económico y social, y por eso es necesario rechazar cualquier ley o disposición que dificulte la ampliación de las áreas protegidas. Deberíamos luchar por ir mucho más allá del 20% de territorio nacional protegido que se recomienda internacionalmente, hasta que el propio concepto de territorio protegido pierda su sentido veladamente ecocida: si designamos a un pedacito X de territorio como «protegido» ¿cómo estamos considerando a todo el resto del territorio? No hay reconocimiento oficial más claro de la desprotección ambiental a la que está sometida la práctica totalidad del país, entregada por una política de consenso entre los grandes partidos a las formas de producción más ecológicamente destructivas que se ríen sobre el papel mojado de las lamentables regulaciones ambientales de nuestro país, a las que ahora busca sumarse la LUC.

La urgencia de desproteger el medio ambiente

La LUC en su redacción original establecía dos mecanismos para incorporar predios como áreas protegidas. Por un lado la expropiación, que teniendo en cuenta la inexistencia de un fondo dedicado a este fin parece simplemente algo testimonial habida cuenta de la poca capacidad que tiene actualmente el Estado para afrontar ese tipo de gastos. Además sería un recurso social y culturalmente inconveniente, ya que implicaría probablemente el desalojo de los habitantes de los predios, afectando las comunidades locales y generando más conflictos con el gobierno central. Por otro lado se establecía que un área podía ser incorporada al SNAP con el consentimiento expreso del propietario, lo cual implicaba un retroceso al régimen que estuvo vigente entre el año 2000 y 2005 y bajo el cual (recordemos) no se incorporaron áreas protegidas al sistema, por no mencionar el hecho de que coloca a la propiedad privada por encima del interés general.

Mucho se ha especulado acerca de quién puede haber estado detrás de la incorporación a la LUC de los artículos sobre el SNAP, que no estaban en el primer borrador del proyecto de ley presentado a los partidos políticos en enero de 2020. Lo que sabemos con certeza es que en noviembre de 2019, cuando se evaluaba la posibilidad de que el gobierno saliente del FA aumentara el territorio del área protegida de la Quebrada de los Cuervos en Treinta y Tres para asegurar su sosteniblidad ecológica2, la Sociedad de Productores Forestales (SPF) expresó su desacuerdo a la Dirección Nacional de Medio Ambiente (DINAMA), manifestando que “las limitaciones establecidas para el desarrollo de actividades relacionadas con la forestación se traducen en un eventual perjuicio, no solamente para los propietarios de empresas que desarrollan estas actividades» (UPM, Agroempresa Forestal, Cambiun, Lumin, Pradera Roja y El Bragado) y agregando que «no debe minimizarse nunca la gravedad que subyace a toda eventual desaparición de fuentes de producción nacional tan importantes, generadoras, además, de numerosos puestos de trabajo”. Yendo aún más allá, la SPF llegó a plantear que es innecesario ampliar el área protegida en cuestión ya que “la industria forestal – en la actualidad – cumple con los beneficios que el propio Proyecto adjudica a los servicios ecosistémicos”, equiparando una plantación industrial con un bosque nativo, un argumento sin respaldo científico alguno pero impuslado por organizaciones como el Consejo de Administración Forestal (FSC, por sus siglas en inglés) que suelen ser contratadas por las propias forestales para emitir certificados de supuesta sustentabilidad de las plantaciones. Lo que también sabemos con certeza es que el entonces presidente de la asociación privada SPF, el ingeniero Carlos Faroppa, ha pasado a desempeñarse como Director General Forestal en la administración pública del nuevo gobierno de Lacalle, uno de los casos más descarados de «puertas giratorias» (un obvio conflicto de interés público y privado) que se produjo con el reciente cambio de mando nacional, mientras continúa siendo miembro de la Comisión Fiscal del capítulo uruguayo del Programa para el Reconocimiento de Certificación Forestal (PEFC), organización no gubernamental similar a FSC que se presenta como «independiente» y que ha dado su certificación de supuesta sustentabilidad en el manejo de sus plantaciones a clientes como UPM, Montes del Plata y Lumin. Por si fuera poco, también sabemos que la esposa de Faroppa es propietaria de terrenos en el lugar donde se produce dicha ampliación de área protegida en Treinta y Tres, un pequeño dato que se comenta solo.

Finalmente, por falta de apoyos políticos y por presión de la sociedad civil, la redacción de la LUC fue modificada y la decisión final quedaría supeditada no a los propietarios sino a los gobiernos departamentales y sus disposiciones de ordenamiento territorial, lo cual implica darle a las intendencias, de hecho, un poder de veto.

Este cambio tampoco parece ir en la dirección de fortalecer el SNAP, en el mismo sentido que no parece una prioridad para el nuevo director de la DINAMA («ya tenemos una dotación de áreas protegidas que pueden cubrir todos los sitios prioritarios para la conservación» declaró en entrevista radial), mientras se reduce la capacidad fiscalizadora ambiental de dicho organismo por medio de una fuerte reducción de su plantilla de trabajadores. Por el contrario, la versión definitiva del proyecto de LUC parecería debilitar al SNAP aún más, ya que no parece razonable que una cuestión de interés general quede librada en última instancia a las decisiones de gobiernos departamentales. Esto no sucede en ninguna otra área de política. Pensemos por ejemplo en la salud o en la educación, los gobiernos departamentales no tienen la capacidad para tomar las decisiones finales en lo que refiere a estas políticas de carácter nacional. Por otro lado los gobiernos departamentales son organismos que están mucho más expuestos a la llamada “captura privada”, es decir, verse muy vulnerables frente a intereses privados demasiado fuertes que usan su poder económico e influencia política para incidir en el diseño de las reglas del juego de forma que beneficien a sus actividades en detrimento del interés general.

Dicha vulnerabilidad es especialmente preocupante si tenemos en cuenta la dinámica del ciclo electoral a la que quedaría sujeta una política de largo plazo como es la conservación de áreas. Desde los gobiernos departamentales es mucho más probable que se persigan objetivos económicos de corto plazo como la generación de empleos para dinamizar la economía de los departamentos, sin importar la calidad de estos empleos, para que esos efectos positivos inmediatos sirvan para fortalecer las posibilidades de una eventual reelección del intendente. Los antecedentes no son nada alentadores: las expresiones públicas que han tenido en los últimos tiempos varias autoridades departamentales en contra de la ampliación de áreas protegidas o a favor de su reducción son elocuentes de sus intereses políticos, su concepción anti-ambiental y su connviencia con los intereses de las empresas forestales y mineras, que ven en las áreas protegidas un obstáculo para la expansión de sus actividades a menudo tan ambientalmente destructivas.

El actual senador nacionalista y ex intendente de Cerro Largo Sergio Botana reveló que junto con la actual intendente Carmen Tort, la Dirección Nacional de Medio Ambiente y la ministra de Vivienda Irene Moreria se acordó reducir el espacio del área protegida de Paso Centurión, donde hay intereses forestales de una empresa china que ya habría comprado terrenos en la zona. Ilustrando esta subordinación de la política ambiental a la voluntad de los empresarios, dijo ante el anuncio el productor rural Ignacio Gigena “más que la reducción del área, sería bueno reverla totalmente para armar un proyecto más concreto y más eficaz, pero defender sobre todo la propiedad privada, que en este país es sagrada. En definitiva, el abuso fue traspasar lo que realmente se tenía que proteger, involucrando zonas realmente productivas”.

Ya fuera de toda sutileza, las declaraciones del intendente de Treinta y Tres Ramón Da Silva son igualmente reveladoras: ante la ampliación del área protegida de la Quebrada de los Cuervos, por decreto de Tabaré Vázquez al final de su mandato, dijo que esa decisión le «parece una actitud de terrorismo de Estado (…) Es el abuso de poder por parte de un gobierno que se está yendo y está destruyendo Treinta y Tres en su potencial. Es algo totalmente inadmisible». La destrucción a la que Da Silva hace referencia tiene que ver con la minería de piedra caliza en la zona, pero no a sus nefastos efectos ambientales, sino a la imposibilidad de desarrollarla en el área protegida, lo cual privaría de fuentes de trabajo a los habitantes locales. Otro botón de muestra del cortoplacismo, de la ausencia de la más elemental concepción ecológica y de la superposición del poder público con intereses privados a la que estamos lamentablemente acostumbrados en nuestro país desde todas las grandes tiendas partidarias. En el mismo sentido, el subsecretario de Industria Walter Verri dijo que la resolución de Vázquez «tiene incidencia sobre muchas actividades mineras que hay en la zona, vinculadas al cemento y la caliza, incluso algunas propiedad del Estado (…). Esto genera mano de obra y ocupación en la zona, en un momento en el que Uruguay tiene dificultades en generar puestos de trabajo». Quienes sostienen este discurso tan popular, que contrapone el impacto ambiental con la supuesta generación de puestos de trabajo, deberían saber que hay actividades productivas que generan mucho empleo y pueden ser integradas armónicamente al medio ambiente, como los ecologistas venimos explicando desde hace décadas, y responder a la pregunta ¿cuál es el límite de lo éticamente justificable en pos de la creación de puestos de trabajo? ¿Por qué no reinstaurar la esclavitud o habilitar la compraventa de órganos humanos o legalizar el homicidio, considerando que en cualquiera de esos casos se crearían muchas fuentes de empleo, se dinamizaría la economía y aumentaría el PBI? ¿Hasta cuándo los que nos gobiernan van a tratar a la tierra que nos sostiene como un gigantesco vertedero o un botín a saquear?

 

1 En palabras de Walter Pengue, «intangibles ambientales serán cuando estos recursos, “han quedado atrás” y ya no están incorporados en el producto (como el agua) o si forman parte de los mismos (como los nutrientes, en el caso de los granos, carnes, maderas). Estos recursos tienen un valor. Intrínseco y también económico y para la discusión de los países en vías de desarrollo esto es relevante. Toda su agricultura, pecuaria, forestal, pesquera, se basa en el uso “intensivo” de estos recursos. Las economías en vías de desarrollo a diferencia de las economías desarrolladas son intensivas ecológicamente utilizando estos bienes de la naturaleza, mientras que las economías desarrolladas, lo hacen pero a través de la intensificación de procesos sintéticos. ¿Si pagan cuando incorporan un fertilizante sintético a sus cultivos?, ¿Porqué no deberían pagar, incorporándolo a los precios de los alimentos que les exportamos, cuando son directamente los nutrientes incorporados y extraídos desde el suelo, los que nutren a las plantas, los animales o los árboles que se producen?»

2 “RESULTANDO: (…) que en el entorno del Área Natural Protegida, existe una creciente presión, que implica una amenaza para el mantenimiento de la funcionalidad ecológica de los ecosistemas, afectando su capacidad de provisión de servicios ecosistémicos necesarios para las actividades productivas tradicionales, el desarrollo turístico y el aprovechamiento sostenible de la biodiversidad; (…) CONSIDERANDO: (…) que asimismo la ampliación y modificación del área protegida permitirá proteger a los ecosistemas de las fuentes de presión existentes, entre las que se destacan la minería, la forestación, la invasión de especies exóticas y la caza», Decreto del Poder Ejecutivo n° 060/2020